Los ‘historiadores’ de los aluviones no quieren relatar ni uno más

El temple de su carácter, su voz firme y segura se quiebran a ratos. Las lágrimas lo invaden al recordar el lodo bajando apenas a unos pasos de la vivienda que comparte con su esposa, Piedad Malo, en la calle Domingo Espinar. Es David Tenesaca, de 80 años, dirigente social desde la juventud.

El hombre, lojano y egresado de la carrera de leyes, es exconcejal de su tierra y de Quito. Conserva los detalles de los dos aluviones ocurridos en La Comuna y La Gasca (1975 y 2022). Es uno de los ‘historiadores’ más fieles, de aquellos que han palpado los hechos.

Las aguas siguieron su cauce, repite David, en una suerte de balcón rodeado de plantas, desde donde observa manos y máquinas limpiando los rastros del aluvión.

En ese lugar, donde el lunes pasado vio apagarse la vida de una mujer, en la década del 70 se abría paso una quebrada por donde bajó la anterior correntada. Eso le dejó un recordatorio: tres piedras que se conservaban a un costado de la casa barrial del sector. Hasta antes de la pandemia era el punto de encuentro de 28 adultos mayores del programa Piquitos de Oro.

Se trata de uno de los siete grupos del programa municipal 60 y Piquito que funciona en la parroquia Belisario Quevedo, donde está la zona afectada. Cada uno tiene al menos 20 integrantes, con un 80% de mujeres. A lo largo del Distrito, la iniciativa cuenta con 504 puntos y unos 16 000 usuarios.

Cuando ocurrió el evento del 25 de febrero de 1975, David vivía en unos cuartos ubicados en la parte posterior de la casa que hoy ocupa. Ese fatídico día no estaba en la ciudad. Al llegar, todo estaba cubierto por el material. Aún no había muchas edificaciones. Por eso asegura que lo ocurrido hace una semana fue mucho peor. En el aluvión anterior, en principio, se registraron dos fallecidos.

David sale de su casa, donde su esposa reza para que la tragedia no se repita. En una camioneta, se dirige a un local, una cuadra hacia el oriente, donde vecinos y otros voluntarios alistan almuerzos para los afectados y para quienes llegaron para dar una mano.

Como lo ha hecho durante toda la vida, el hombre está convencido de seguir firme en el trabajo por la comunidad y se ha puesto al frente de las acciones. No para y sigue atento a las labores. Se acomoda el chaleco con el distintivo de una de las organizaciones a las que ha pertenecido y está seguro de que seguirá de la misma forma como tantas veces lideró mingas para Pambachupa y La Gasca.

Más arriba, en La Comuna, la memoria también está fresca. Juan Ortiz tiene 75 años y vive ahí desde que tenía seis. Camina hacia la terraza de su vivienda, apenas a unos metros del lugar más afectado por el último desastre, al filo de la av. Mariscal Sucre. Él y su esposa, Elvia Shive, así como su hijo y su familia salieron bien librados.

Demanda que se tomen acciones. “Esto ya pasó y se repitió”. En febrero de 1975, a poco tiempo de fallecido su padre, llevó a pasear a su madre, Lidia Ramos, para en algo despejar la pérdida. Los acompañaba la esposa y la hija, en ese entonces, de tres años.

Apenas arribaron a Huaquillas, la noticia del aluvión les llegó por televisión y dieron “media vuelta”. En ese entonces, la casa estaba unos metros al norte de la actual. Llegaron a Quito y se toparon con lodo desde la av. 10 de Agosto. Pensaron que a su casa también se la había llevado el lodo, pero no. Aunque la quebrada aún estaba despejada en ese tiempo, se “había reventado”, dejó en el trayecto piedras de hasta cinco metros de alto.

En este último aluvión, el mecánico de profesión sintió la tragedia antes de las 18:30. Estaba viendo la televisión cuando todo empezó a temblar y se pagó la luz. Pensó que era un terremoto. Subió a la terraza para constatar que el “agua endemoniada” se llevaba todo.

Ese mismo estruendo se sintió en La Gasca, a unos pasos de la avenida principal. Carmen Flores, quien llegó al barrio hace unos 55 años, concuerda con que el aluvión reciente fue más grave que el de 1975. Eso sí, las alertas en ambos eventos fueron iguales: el estruendo, el temblor y un olor intenso.

En el aluvión de hace 47 años, la limpieza tomó una semana. Carmen tenía otra casa en el sector. En el evento anterior ingresó una piedra enorme al parqueadero, que cubrió la sala donde ahora cuenta la vivencia, en la Domingo Espinar. Allí recibe la visita de Yolanda Bohórquez, la lideresa de Piquitos de Oro. Ambas se entusiasman al reencontrarse sanas y salvas.

Yolanda lleva 30 de sus 66 años en la zona. Desde el inicio de la pandemia, cuando se pararon las actividades presenciales, ella creó un chat para estar en contacto con los integrantes de entre los 65 y 94 años. La solidaridad ha sido el tinte de este grupo: estar atentos a la salud de los compañeros, si les hace falta algo, o para levantarse el ánimo en la época de encierro y en la añoranza por el reencuentro.

El 31 de enero, ese chat se activó aún más para constatar el estado de cada ‘piquito de oro’. Afortunadamente, no tuvieron mayor novedad. Yolanda, por su parte, el día del último aluvión se encontraba en casa de su hijo, en otro sector. Los primeros días, ella no pudo regresar por el material acumulado en la vía. Cuando lo logró, retiró medicinas y ropa. Por el estado de la zona y por seguridad, prefiere permanecer en el hogar de uno de sus tres retoños.

Por ahora Yolanda aún consulta a sus compañeros si requieren algún tipo de ayuda o terapias. Les comenta que el Patronato San José les dará el apoyo necesario. Las brigadas de la entidad municipal cuentan con trabajadores sociales, psicólogos y fisioterapeutas y ya definen varias estrategias.

Mientras, los ‘historiadores’ siguen atentos a las necesidades de sus compañeros y mantienen un pedido firme a las autoridades: acciones para que no haya una tercera tragedia que relatar